Las ollas comunes han resurgido para mostrar con claridad que en Chile la pobreza era mucho mayor que las cifras estadísticas, que bastaba unas cuantas semanas de no recibir ingresos para que un inmenso número de familias -usando el eufemismo que tanto gusta a la prensa monopólica- “descendieran por debajo de la línea de la pobreza”. La protesta violenta y las ollas comunes, que resurgen ahora empujadas por el hambre, retoman tradiciones profundas de nuestro pueblo que deben ser potenciadas y desarrolladas para resistir efectivamente a las medidas genocidas del gobierno, resguardar la salud de nuestro pueblo y preparar las luchas por venir.
Las ollas comunes, como la pobreza, realmente nunca se habían ido del todo. Desde que surgieron como parte del movimiento obrero y popular en Chile, a fines del siglo XIX, han acompañado a cada gran movimiento huelguístico y de protesta de las masas pobres; han resguardado la integridad física del pueblo frente a cada una de las grandes crisis imperialistas que empujan al desempleo masivo; han estado y seguirán estando en las jornadas de lucha de las recuperaciones de tierra campesina, en las tomas de terreno, en las ciudades y pueblos, en las huelgas, en las tomas estudiantiles y en los desastres naturales; y han estado también en la Plaza de la Dignidad acompañando a la primera línea en las protestas iniciadas en octubre pasado. Quienes las impulsan saben que no pueden quedarse esperando que el Estado venga en su “ayuda”, pues no lo hará. Allí comprueban que tienen en sus propias manos la capacidad de resolver los problemas con organización y lucha. Su necesidad vital radica en que alimentan en un doble sentido: alimentan el cuerpo para mantenerse en pie, y alimentan el alma con el espíritu de unidad que sólo entrega el trabajo colaborativo y la solidaridad popular. ¡Sólo el pueblo ayuda al pueblo! es la consigna que adorna de norte a sur el paisaje, una vez más.
Cierto que las ollas comunes han disminuido y hasta han desaparecido momentáneamente en los períodos de reflujo de la lucha popular, en esos periodos cuando la ofensiva de la reacción se hace más fuerte. Así ocurrió después de 1990, cuando las políticas contrainsurgentes de la Concertación se ocuparon de desmantelar la organización popular para apuntalar el legado de la Junta Militar Fascista y el Consenso de Washington. Su ofensiva ideológica y política empujó a cada quien a ocuparse de sus “problemas personales”, a “cuidar el trabajo para poder surgir”, a “preocuparse de la familia primero”, potenciando el individualismo. El crecimiento económico a tasas del 5% o 7% les permitió entregar algunos subsidios a costa de terminar de vender a las potencias imperialistas todo lo que se podía vender de nuestro país. Y cuando ya no quedaba nada que repartirse, y el “hambre” de las superganancias de grandes empresarios y banqueros ya no se pudo saciar como lo venían haciendo, solo les quedó empujar aún más el endeudamiento y la superexplotación de la masa trabajadora. Todos los partidos electoreros en su conjunto contribuyeron a desbancar el movimiento popular hacia el pantano de las elecciones y con ello facilitaron que las medidas de los sucesivos gobiernos se impusieran casi sin resistencia de las masas populares. Así, sistemáticamente se ha profundizado la superexplotación de la mano de obra y la precarización del trabajo con flexibilidad laboral, reducción de salarios, tercerización y, ahora, con el desempleo masivo para resguardar los grandes capitales.
El hambre ha terminado por romper las ilusiones
El desempleo en la capital ya ha subido hasta el 15,6%, la peor cifra en 35 años según el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile y se espera que siga aumentando. “Nos dimos cuenta que la pobreza nunca desapareció, que no existe la clase media. Que estamos los pobres, los que nos cagamos de hambre, los que hacemos ollas comunes, los que nos organizamos, y los ricos, los que tienen las lucas y que nos traen las pandemias”. Así decía claramente una vecina que participa de una olla común en la Población Angela Davis de la zona norte de Santiago, en un video difundido desde Prensa Opal.
La ofensiva ideológica de la reacción consiguió por un tiempo ilusionar con la idea de la “superación de la pobreza”, idea que había impactado sobre todo en las capas aspiracionales de la pequeña burguesía, pero no únicamente. Esta llamada “clase media” fue arrastrada a sentir vergüenza de la pobreza, porque según la teoría de las “oportunidades”, “el pobre es pobre porque es flojo”. Pero esa ideología podrida que empujó a cambiar los nombres de las poblaciones por “villas” y a renegar del concepto de pueblo para hablar de “ciudadanía”, se estrelló primero con la realidad el 18 de octubre y ahora con la crisis sanitaria y económica que ha terminado por destrozar la frágil economía sostenida en el crédito fácil.
“Teníamos créditos para comprar autos, celulares, televisores -decía en una entrevista radial la ‘Tía Pikachú’, cuya participación en la rebelión popular de octubre tuvo gran connotación- pero ahora da lo mismo, no hay comida”. Ella, como muchos y muchas de quienes han respaldado o conformado la primera línea en la rebelión popular ahora están siendo parte de la organización de las ollas comunes y otras formas de solidaridad del pueblo.
Y si quienes habían alcanzado ciertas comodidades temen ahora por el empeoramiento de su situación en medio de la crisis actual, las condiciones de vida se hacen ya insostenibles para las masas pobres del campo y la ciudad. La pobreza en el campo y la ciudad se venía expresando en forma aguda en el problema del agua, en las tomas de terreno en muchas ciudades y zonas rurales, las pensiones miserables y los crecientes problemas de salud agravados por la crisis permanente en consultorios y hospitales. A esta masa pobre se han sumado en gran número las masas de inmigrantes que venían huyendo de la misma pobreza en sus países de origen, ilusionados también por la propaganda internacional sobre el “oasis de América Latina”.
Por mucho tiempo en el campo existe empleo precario, también en todas las ciudades pequeñas y en los sectores pobres de las grandes ciudades. La inmensa mayoría de la población ha subsistido con empleo informal o al menos se ha visto obligado a complementar los ingresos de la familia con trabajos informales. En un estudio de 2017, Fundación Sol estimó que el 51,2% de los ocupados en Chile se desempeñaba en la economía informal, y esa cifra venía en aumento. En la actual crisis sanitaria sus ingresos se han visto drásticamente reducidos. Incluso quienes tenían contratos de trabajo han visto reducidos sus salarios y han sido forzados a utilizar sus escuálidos seguros de cesantía. Frente a eso las ferias libres se han llenados de coleros, tratando de vender cualquier cosa con tal de sobrevivir el día y los municipios han tenido que pasar de combatir el comercio callejero a tratar de gestionarlo. A esta enorme masa de nuestro pueblo la cuarentena total le ha impuesto la enorme disyuntiva de arriesgarse a morir por el virus o a morir de hambre. Y frente a eso la enorme mayoría de la población se ve forzada a salir de sus casas rompiendo la cuarentena, a riesgo de contagiarse o de ser detenidos. “#Quédateencasa” son palabras vacías para las masas pobres, que más aún han sido señalados desde la prensa monopólica como “inconscientes”, casi culpables de seguir esparciendo el virus.
Todo este tiempo los economistas y sociólogos serviles al sistema de explotación habían hecho del “problema de la pobreza” una cuestión de políticas públicas focalizadas, negociadas en mesas políticas, con las cuales eludieron atender los derechos universales a salud, educación, vivienda y pensiones dignas, para preocuparse únicamente de maquillar los indicadores estadísticos. Siempre y cuando, claro está, supeditados al crecimiento económico, es decir, “en la medida de lo posible”. Ante esto, las nefastas medidas implementadas actualmente por el vendepatria Piñera y sus ministros para enfrentar la crisis económica y sanitaria no son más que consecuentes medidas de continuidad.
En octubre pasado ya se fracturó el espejismo de Chile como país “en las puertas del desarrollo”. Esta crisis sanitaria sólo terminó por develar lo que nuestro país es: una semicolonia con un capitalismo burocrático que en nada sirve al desarrollo nacional, con un campesinado pobre históricamente aplastado, con un latifundio que nunca se acabó sino que únicamente evolucionó manteniendo las relaciones semifeudales, incapaz de producir siquiera los alimentos suficientes para la población; una economía y un sistema político atado a los intereses de las empresas imperialistas y sus representantes locales.
¿Dónde estaba el desarrollo que puso a Chile en la OCDE? ¿Qué otro país OCDE ha tenido masivas protestas por el hambre y ha requerido del anuncio de 2,5 millones de cajas de alimentos para evitar un levantamiento general? La realidad es porfiada y siempre termina por imponerse. Ahora las ollas comunes restriegan en la cara de estos supuestos “estudiosos” que el hambre no es un problema privado, es un problema que agudiza las contradicciones en el conjunto de la sociedad, un problema que se levanta como una demanda común para la enorme masa popular que va perdiendo el miedo a enfrentarse a la policía y a los militares; un problema que no resuelven ni los pactos, ni los cambios constituyentes, un problema que se suma a otros tantos que van anunciando la necesidad de revolución.
Por eso les resultó tan incómoda a los reaccionarios la proyección en mayúsculas de la palabra HAMBRE en la Plaza de la Dignidad, el mismo día que se levantaron protestas violentas en las comunas más pobres de la capital. Mientras el pueblo ve la importancia de organizar en torno al HAMBRE las fuerzas motrices que arrancarán los frutos del trabajo social que se nos ha sido arrebatado por siglos, ellos ven en esto el anuncio luminoso de los grandes problemas que se les vienen.-
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